El nombre Niágara, en la lengua de los indios iroqueses, los primitivos habitantes del lago Erie, significa “trueno de agua”. Para ellos, era el lugar donde moraba Hinu, el Dios del trueno.
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Primero contemplamos unas excelentes vistas de las cataratas “canadienses” conocidas como “Horseshoe“ por su forma en herradura, percibiendo el fuerte ruido del agua al precipitarse.
Luego tuvimos una vista panorámica de las cataratas “americanas” y nos decidimos a bajar por un camino para tomar el barquito “Maid of the Mist”, que nos ofrecía un paseo emocionante hasta donde caen las cascadas. Por supuesto a pesar de ponernos un chubasquero nos mojamos bastante, pero fue una excelente aventura para aproximarnos a una impresionante cortina de agua de enorme caudal y unos 300 metros de ancho.
Al tomar fotografías nos llamó la atención el Aerocar, una cabina semiabierta suspendida en un cable que cruza sobre parte de las caídas de agua. Fue diseñado y construido por el ingeniero español Leonardo Torres Quevedo en 1916.
Finalmente llegamos al reloj de flores de la estación hidroeléctrica Sir Adam Beck, en donde multitud de turistas realizan sus fotos. Éste es uno de los destinos preferidos para luna de miel de los americanos.
Ciertamente, las Cataratas del Niágara las visitamos antes de conocer las de Iguazú. En caso de que el viajero, las visite en el orden contrario pueden producir cierta desilusión. No tienen la magnificencia de Iguazú, Victoria o El Angel.
Recordemos que cuando Eleanor Roosevelt, la esposa del Presidente de Estados Unidos, visitó las Cataratas de Iguazú, escribió en el libro de invitados ilustres: “Poor my little Niagara“ (pobrecito mi Niágara).